jueves, 16 de agosto de 2012

Relato de Jueves Literario: "El calor"

Hoy la cita es en lo de Ma. José, alli nos vemos.



¡OTRA VEZ SOPA!

María cruza la maciza puerta de ingreso con paso presto. Cegada por la luz del sol estival, con los brazos estirados hacia delante y con su memoria por toda guía, acorta la segura distancia del zaguán, en cuyo extremo está la puerta de vidrios repartidos.
El interior de la casa de sus abuelos la recibe con una penumbra fresca y aliviante. Los olores conocidos la reconfortan. Un vapor fragante le indica que en la olla tapada se cuece un caldo de verduras; puede distinguir el aroma del apio, del laurel y otro vagamente a ahumado. Es sabido que en esta casa se toma religiosamente la sopa, aun si afuera se derrite el alquitrán del asfalto.
María alza la tapa con cuidado para no quemarse; revuelve y ve que en el líquido se mueven concéntricas esferas de transparencia amarilla. Acierta en suponer que el genio de su abuela no la dejó abstenerse de echarle trozos de panceta ahumada. Hace un mohín con la boca; no es que le desagrade, es que con tanto calor hubiera preferido algo frugal para variar. En el horno aun caliente, pero por suerte apagado, reposan unas presas de pollo cocidas.
Sale a la galería trasera. Bajo la parra, la sombra es… poco menos que agradable, fuera de sus límites: el patio y sus frutales yacen estoicos bajo el sol del mediodía.
En el lavadero encuentra a Teresa que luce atareada. Es delgada y de movimientos gráciles; María se pregunta: ¿cuántos años tendrá realmente?. Sabe que es casi tan mayor como su abuela pero la diferencia física es notable. “A esta gente no se le puede saber con certeza la edad” diría alguna vez su abuela sin ánimo descalificante.
-¿Qué haces usando mangas largas con el calor que hace? –le pregunta María a manera de dulce reproche, claro que sin esperar respuesta; de hecho: ya la conoce. Teresa la mira divertida al tiempo que se ata bajo el mentón la capelina de ala ancha. Sale al patio portando un gran cesto con la ayuda de la muchacha. Ella se queda mirándola bajar con destreza las sabanas y toallas secas de la soga. De un tirón despliega el género blanqueado a fuerza de sal gruesa, y en su lugar, queda la soga desnuda y tambaleante. Ni una prenda se le cae.
Teresa tiene la piel morena y por eso: no quiere por nada en el mundo que un rayo de sol ose acentuarle el tono. “En su pellejo ya se han posado demasiados soles”, ello: consecuencia de su vida pasada como trabajadora golondrina; asume que su cuota dérmica está suficientemente cubierta.
Esa mujer, que a fines de los años 30 le tocó vivir junto a su madre la decadencia de los años dorados de los crotos (1), hoy no extraña esa vida, pero asegura haber juntado anécdotas para toda una vida.
En sus jóvenes años conoció bien el universo de los trabajadores que se desplazaban en los trenes de carga a todo lo largo y ancho de la pampa húmeda. Una noche se encontraba durmiendo en los galpones de maní en algún lugar de Córdoba o Santa Fe, otro en los campos de maíz de Buenos Aires, o bien despertaba pronta a trabajar en la zafra de Tucumán.
Había sido este un oficio noble, aunque sufrían las permanentes molestias de la policia. Miles de hombres y algunas pocas mujeres como ellas, habían vivido esta vida de trashumante de las pampas. Necesitados, inmigrantes; libertarios y soñadores otros, se hacían eco de las ideas anarquistas y comunistas de la época. Palabras esas que suele pronunciar en voz más baja.
Teresa no se cansa de repetir con cierto orgullo reivindicatorio que había muchos hombres de intelecto destacado. En sus manos circulaban libro y diarios, y aunque ella apenas sabía leer, afirma que le contaban. Alguna vez le había mostrado a María como armaba su “mono” o “linghera”(2). En la base: la manta para dormir, arriba la ollita, una pava o taza de latón, y por último el fierrito asador con el extremo doblado, del que pendía la pava para calentar cerca de las brasas, el agua para los mates.
Fueron tiempos duros, en que el futuro parecía no llegar jamás; estaba en el extremo de los rieles que se extendían en los campos verdes y amarillos que se perdían lejanos, y se diría: entraban en el firmamento. “Mi casa tenía catorce mil kilómetros de ancho por cuarenta y siete mil de largo, y su dueño vive en Inglaterra, así que no me cobra alquiler”, dice a veces emulando al “Bepo” Ghezzi, -uno de los crotos ilustres-, con convicción debilitada por los años . Luego: ensaya una media sonrisa, su vista aún perdida, -¡Esos eran calores, no macanas! –dice, y rápido enjuga una gota de sudor que asoma en su frente casi con desprecio. Manda a María a apurarse, se escuchan ruidos dentro de la casa; ya pronto el patriarca querrá tomar su sopa.





(1) Los crotos recibieron ese nombre por el gobernador de Buenos Aires, José Camilo Crotto, que debido a una ordenanza en 1920, permitía a los trabajadores golondrinas viajar en los trenes de carga. (2) Linghera o mono (este último aludiendo a los gitanos que lo llevaban encima del hombro), era el atado de trastos, o bagayera: el de ropa. De alli que a la gente que mendiga en las calles se le diga “linyera”. Hoy se le dice croto al que tiene mala traza, o por ejemplo si debo ir a un lugar formal, puede que diga que no, ya que estoy muy crota para eso, o sea que no estoy vestida apropiadamente. Hubo muchos crotos ilustres como el Bepo, tenian su filosofía y códigos. Fue una época especial, que luego decayó junto con los ferrocarriles.