-Nos importa lo que ocurre más allá de nuestras fronteras?
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LAS FRONTERAS DEL BARRIO
Había bajado bastante la temperatura después de la tormenta, lo que constituía un grato alivio.
Lo que no resultaba nada grato era la perspectiva de volver a casa en esos escasos atuendos veraniegos, que tan acordes al calor de la mañana habían estado, y lucían tan inapropiados a esas horas de la tarde.
Pero la alternativa de extender la visita familiar era impensable.
Hacía un par de horas que había cesado de llover, el clima había mutado drásticamente y el cielo se había encariñado tanto con su color plomizo oscuro, que había decidido quedárselo.
Ya en la calle, él con bermudas y remera, ella con falda y calzada con ojotas, se miraron con incomodidad y duda.
Se preguntaron si debían tomar un taxi que los llevara a casa, pero decidieron caminar una cuadra de prueba. -A ver si el recién estrenado viento les provocaba frío!
Como vieron que no era tan terrible, siguieron su camino a pie, en afán de hacer ejercicio.
-No es por nada, no!...-Pero no te parece que estuviéramos en otro lugar? -Preguntó él.
Y es que el barrio de Flores hace rato que ya no es el mismo.
La llamada inmigración vecina le ha cambiado el aspecto a un barrio otrora residencial. Y si bien mucho se habla sobre el beneficio de la diversidad y el enriquecimiento que viene con el intercambio cultural, lo cierto es que el debate nunca ha sido pacífico.
La pobreza, los asentamientos, las casas tomadas y la inseguridad, han dotado a la realidad de más patas que las que a simple vista se ven, y quisiera. Y la sombra larga que arroja, borronea los contornos que en la superficie toca, marcando fisonomías ajenas con tinta indeleble.
La pareja camina siguiendo la avenida que corre de sur a norte.
A su paso esquiva charcos de agua, baldosas rotas que la desidia gubernamental deja libradas a su suerte, y veredas sucias, -donde el verano en su relajo-, hace de las suyas.
Miran con recelo atávico a un lado y otro, a sabiendas que el paisaje oscuro y la desolación posterior a la tormenta, magnifican la amenaza que les espetan esos rostros morenos, de ojos juntos y narices aguileñas.
Y aunque sus impermeabilizadas conciencias universitarias se niegan a ceder espacios a los atavismos, sus pasos con independencia de sus conciencias, se apuran. Los trancos se alargan, y las ojotas claquean ruidosas, sin pausa.
El, lamenta para sí que “los viejos” permanezcan en esa casa. Ella calla. Intuye sobradamente lo que piensa.
Doblan en una esquina y sus pasos se encaminan en dirección al este.
De pronto, les llega del oeste a sus espaldas, unos débiles rayos de sol vespertino que se abrieron paso en el cielo encapotado.
Y les ilumina el horizonte, con esa rara iridiscencia que lastima los ojos, ya acomodados al tenue gris.
Los confines del barrio de Caballito, -que les pertenece-, se ven como envueltos en una bruma cálida, como de vapores blanquecinos que se elevan de los charcos y aguas que corren por las alcantarillas. Y hasta el calor tiene ganas de renovar.
El tráfico que parece haber ido en aumento, les aporta una inusitada tranquilidad.
A medida que se acercan a las fronteras geográficas y virtuales del barrio que es su Meca, los pasos de la pareja se hacen más cortos y acentuados.
Las pisadas firmes sobre terreno conocido, les imprime a sus cuerpos un ritmo cansino, agradable, y se entregan a la charla animada.
Ya queda poco para llegar a casa.
La gente ha salido a las calles y el paisaje ha cobrado verdaderamente otro color. Aunque las veredas que encuentran a su paso, estén igual de sucias y rotas.