UNA NAVIDAD PASADA POR AGUA
Un relámpago ilumina el cielo. Las
últimas palabras son tapadas por la estridencia de un fuerte trueno y el perro corre
hacia el interior de la casa, pronto la lluvia adquiere la espesura de una
cortina de agua que moja la vajilla puesta sobre la mesa de jardín.
Ana no soporta la cercanía de Gastón
y sigue el impulso de lanzarse fuera de la casa. Corre hacia una de las orillas
de la isla. ¡Está perdida!, escucha gritos que la llaman; trata de pensar qué
hará, ¿cómo saldrá de allí? ni siquiera tomó su
bolso, ¡no tiene dinero ni nada!, los pies se le clavan en el barro y la
lluvia le azota el cuerpo. Se cansa de pujar contra la fuerza del viento y se
deja caer de rodillas en la playa. ¡Se siente mortificada! ¡Ha sido una tonta!,
solloza, cometió el peor pecado de todos: ¡el orgullo!
Inmediatamente las manos de Gastón la
incorporan de un tirón. Le pasa un brazo por la espalda y la ayuda a caminar, no
puede seguirle el paso. Sin perder tiempo él la levanta en brazos, su
respiración está agitada como la de ella y su rostro denota el esfuerzo. Ninguno
dice nada.
Ya adentro de la casa se queda parada
sobre la alfombra chorreando agua. Está descalza, sus sandalias quedaron quién
sabe dónde; mira al hombre quitarse las botas de goma, ¿en qué momento se las
puso?, se pregunta. Su enojo va perdiendo fuerza, como el viento y la lluvia,
que ya amainó bastante, pero igual la luz se corta, por lo que enciende unas
velas que encuentra sobre la mesa. Gastón viene de la cocina con su ropa
cambiada, una botella de vino y dos copas.
Ella se sienta en el sillón sin
soltar la toalla que la rodea y él le alcanza una copa llena. Empiezan a
repicar las campanas de la iglesia cercana.
-¡Ya es medianoche!, –dice el hombre
y choca su copa con la de ella. ¡Feliz Navidad! –le susurra.
Ana ya no quiere pelear. Calladamente
hacen las paces.
Las campanas siguen repiqueteando
insistentemente anunciando la Navidad, o tal vez una emergencia. No podría
distinguirlas. Suenan igual cuando anuncian la crecida de los ríos.
Gastón apoya su copa, toma una
pequeña toalla y con movimientos amorosos le quita el barro que tiene en las
piernas, incluso el que se le juntó entre los dedos de los pies.
Se escucha un petardo lejano cuyo
silbido débil se ahoga en el viento y en su interior Ana lo lamenta por el cura
de la iglesia. Espera que no se le hayan mojado todos y que pueda usarlos para
la víspera de año nuevo, luego: se deja abrazar. A un lado el perro ronca como
un humano. Ella tiene el cuerpo cansado, recostada sobre el pecho de él cierra
los ojos, no se le ocurre mejor lugar.
Un beso suave y profundo la jala
hasta el centro mismo de su existencia. Como si fuese tirada hacia adentro por
tendones invisibles como aquellos de los que se vale la luna, que ahora brilla
redonda y llena, para atraer las aguas del río. Puesto que la marea de aguas
oscuras que bañan la tierra que la vio crecer no quiere resistirse al influjo
de las estrellas, Ana tampoco quiere, ni puede.
De la cocina llegan los quejidos
agónicos de la heladera a la que se le escapa el frío. El helado se derrite y la
comida languidece dentro. "La comeremos en la mañana", piensa.
Hacia el final de la noche Ana se
duerme plácidamente mientras las primeras luces del día muestran el saldo que
dejó la tormenta. Afuera reina el caos, adentro: la calma.
pd: "Fragmento de una pequeña novela mía (muy tonta) llamada El legado de Tia Luisa"