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LA NAVIDAD DE MARÍA
Estaba parada sobre una pequeña porción de asfalto muy quieta y nerviosa junto al resto de los pastorcitos, esperando a que la hermana Ángela les diera la orden de avanzar.
Uno de los seminaristas que oficiaba de asistente de la hermana catequista, estaba ajetreadísimo acomodando a los chicos en una larga fila de a dos.
Se lo veía acalorado dando indicaciones en voz muy alta y mandona, mientras el silbato que llevaba colgado del cuello pendulaba desordenadamente.
Cada tanto tomaba del brazo a alguno que no se estaba quieto y lo empujaba hasta su lugar, conminándolo para que aguardara en silencio.
Aunque ya era de noche, hacía mucho calor. Así que a esas alturas María tenía pegados en su frente húmeda de sudor, los rizos que le asomaban por debajo de la pañoleta floreada que llevaba atada a su cabeza.
El resto de su atuendo de pastorcita lo componía una falda con vuelo, una blusita liviana, unas medias blancas de algodón calado stretch hasta las rodillas que le producían picazón, y en sus brazos llevaba a modo de ofrenda, una canasta de mimbre tejido con lo que simulaban ser unas manzanas.
Para lograr un efecto realista, ella se había empeñado en colocar arriba de las ficticias, unas manzanas verdaderas verdes y rojas.
Antes del evento le había anunciado con determinación a su madre, que iba a maquillarse con las muestras de cosméticos provenientes de la farmacia de su abuela. Y aunque su madre al principio se negó rotundamente, al final María se salió con la suya.
Consecuentemente allí estaba, parada en el medio de una de las calles laterales que conduce a la plaza, con sus labios pegoteados de carmín y con rastros de sombra azulada en sus mejillas, que sus dedos con descuido habían arrastrado desde sus párpados.
El pesebre viviente que organizaba cada año el Padre Mirinda era todo un acontecimiento. La navidad se anunciaba desde la noche anterior con fuegos de artificio desde su parroquia, y seguían hasta la nochebuena.
El casting para elegir a la Virgen, José y los reyes magos se llevaba a cabo con ridícula solemnidad.
Y ya se sabía que los pastorcitos mejor producidos serían los elegidos para encabezar las columnas, que llegarían a la plaza desde los cuatro laterales circundantes
María miraba con anhelo a los ocupantes de la estructura de paja que ocupaba el centro de la plaza.
Le pareció que el manto que cubría la cabeza de la Virgen se veía de un blanco fulgurante bajo las luces, y su sonrisa era tan radiante, que los dientes de la muchacha se veían desde lejos con brillo de perlas.
Sabía que de momento no tenía la edad ni la altura para representar a la Virgen, porque siempre elegían a una quinceañera de cabellos largos.
Pero conservaba intacta la secreta esperanza de ser elegida en unos años, cuando tuviera la altura justa y el cabello crecido.
De repente la hermana Ángela que seguía con cuidado los acontecimientos que en la plaza tomaban lugar, dio la orden de avanzar.
María se acomodó la cesta y trató de girarla sin que se le cayeran las manzanas, porque unas salientes del mimbre se habían escapado del tejido y le estaban lastimando los dedos.
Salió caminando junto a Laura que llevaba en una canastita festoneada, un chanchito rosadito que había sido destetado de su madre, y sus padres se lo habían traído del campo hacía una semana.
Era un primor, todos querían acariciarlo.
Mientras esperaban en la fila, Laura le había dado leche con una mamadera, hasta que se quedó dormido.
María hubiera preferido llevar un animalito al igual que Laura, -idealmente un corderito como muestran las ilustraciones de los libros de catecismo-, en lugar de una cesta con frutas falsas. Pero sabía que eso era imposible!
Cuando su amiga le dijo que llevaría al chanchito y que ya tenía la aprobación de la catequista, María insistió en su casa para llevar a su conejo gordo y arisco.
Su padre se opuso diciendo que era una tontería, tanto como era una tontería llevar cualquier animal.
Inmediatamente dicho esto, su padre se giró hacia su madre haciendo un ademán desdeñoso y en la mirada cómplice que le dirigió, soltó la sospecha de que el Párroco no había podido, o mas bien no había “querido” poner freno a dos padres condescendientes, y al capricho de una niña.
En la calle, los pasos de María siguieron uno tras otro mientras la música navideña que salía de los parlantes, y el ruido de la multitud intensificaron su volumen.
La plaza se había llenado de gente y costaba ver el pesebre.
Ella se limitó a seguir al líder de su columna que con unas campanas de pregonero avisaba el arribo del grupo de pastores.
Poco después, la gente rompió en aplausos desde cada rincón de la plaza cuando todas las columnas hicieron su entrada triunfal al unísono.
María caminaba en dirección al pesebre cuidando de no perder una manzana de su cesta.
A su lado el marrano de Laura se despertó y empezó a chillar como un bebé.
María y Laura siguieron su camino, la una zamarreando a su mascota para calmarlo, y la otra regalando amplias sonrisas por doquier.
¡FELICES FIESTAS!